CV Opinión cintillo

Negacionismos

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En el film Negación (Denial, Mick Jackson, 2016) se nos cuenta la historia, basada en hechos reales, del proceso judicial que emprendió un autor británico negacionista del Holocausto, David Irving, contra una historiadora del Holocausto, la profesora judía norteamericana Deborah Lipstadt, y la editorial Penguin. En sus libros la historiadora había acusado a Irving de emplear documentos falsificados y de tergiversar los datos que probarían lo que sucedió en Auschwitz entre 1942 y 1944, e Irving presenta una demanda contra ella por atentar contra su honor y promover su ostracismo editorial. La demandada no puede entender que su abogado solo pretenda demostrar que Irving malinterpreta a sabiendas esos datos y documentos concretos, y no aprovechar la ocasión para probar que el plan de exterminio de judíos europeos fue un hecho irrefutable. 

Como le advierte dicho abogado, ¿qué ocurriría si Irving, ducho en disputas y polémicas, hiciera caer en contradicciones a los ancianos supervivientes interrogados como testigos de la defensa, que pasaron por aquello más de medio siglo atrás (estamos en 1996) y que recurren tan solo a sus recuerdos traumáticos sin poder aportar ninguna prueba material? ¿Qué pasaría si el hecho de ser ella misma judía pudiera volverse en su contra, si se esgrimiera que su raza determinó su sesgo académico, que está teñido de afectos y hasta de un cierto deseo de venganza, y no de evidencias? 

La profesora Lipstadt se resigna y el juicio comienza con la competente refutación, por parte de su abogado, de los argumentos capciosos de Irving sobre, por ejemplo, las órdenes cruzadas entre los nazis a propósito del exterminio. Y así, hay transcripciones de una llamada de Hitler a Himmler el 30 de noviembre de 1941, en la que Hitler ordenó que “no se liquidara” un transporte de judíos que iba de Berlín a Praga. Irving la adujo en sus libros como si fuera la prueba definitiva de la oposición de Hitler a la estrategia del exterminio. Pero, por un lado, ordenar que no se liquidara un tren implicaba conocer que muchos otros eran liquidados y, por otro, la orden, si se leía en toda su extensión, tenía que ver con que uno de los judíos transportados en ese convoy podría ser el hijo de un ministro soviético, que sin duda era más útil vivo que muerto en ese momento.

Otra escena muestra un debate ante el juez sobre los planos de los campos y la utilidad de los distintos recintos. Irving acepta que las cámaras de gas pudieron existir, pero eran para desinfectar a los internos que morían en el campo por causas naturales y que estaban llenos de piojos. Se le hace notar que, si luego eran quemados (y la existencia de los crematorios estaba probada) ¿qué sentido tenía desinfectarlos con cianuro de hidrógeno primero?

Pero cuando parece que el juicio se decanta claramente a favor de la demandada, da un vuelco inquietante. El juez se pregunta en voz alta: ¿Y si Irving no pretendiera engañar, sino que todo se debiera a un error que se deriva de su creencia sincera en la no existencia de los campos de exterminio? El giro narrativo (no haremos spoiler del final) anticipa ese escenario que hoy día hemos dado en llamar posverdad. Todos los mentirosos confrontados con la evidencia de que mienten pueden afirmar que en su fuero interno creían sinceramente en lo que era falso. La sinceridad es una especie de verdad subjetiva, emocional, infalible e innegable: cada uno tiene la suya.

De ahí hay un paso a los “hechos alternativos”, ante los que cualquier verdad fáctica pierde pie:  a Kellyanne Conway, la portavoz de Trump durante su primer mandato, para justificar la afirmación de que su toma de posesión en 2017 había sido la más vista de la historia, tanto in situ como en la TV (cuando no lo fue en absoluto, según datos y documentos gráficos), se le ocurrió argumentar que el presidente estaba exponiendo “hechos alternativos”. Pero no hay hechos alternativos: son mentiras. El tercer paso en ese camino cuesta abajo en la privatización de la verdad y en ese formidable relativismo epistémico es desacreditar de forma a la vez tenaz y cerril las fuentes de certezas: la ciencia, los historiadores, los expertos, el periodismo serio. Y ello cada vez más aceleradamente, al paso de la más rabiosa actualidad.

Bruno Latour explicó con brillantez que antes los revisionismos (que son como los catecismos de los negacionismos, que serían a su vez su brazo armado secular) llegaban pasado mucho tiempo del hecho que venían a refutar: poner en cuestión la realidad del Holocausto décadas después de los juicios de Nuremberg y de Eichmann, por ejemplo. O negar el evolucionismo y apostar por el creacionismo en sede parlamentaria hace cuatro días, casi doscientos años después de Darwin. Pero ahora tenemos lo que llamó revisionismos instantáneos: “el humo del suceso no se ha disipado aún y ya hay una docena de teorías de conspiración que empiezan a revisar la versión oficial, añadiendo más ruinas a las ruinas, más humo al humo”.

Un fenómeno meteorológico (los huracanes Helene y Milton, la DANA de Valencia), unos mails cruzados entre políticos durante la campaña de Hillary Clinton por la nominación demócrata, el incendio fortuito debido a un cortocircuito en la catedral de Nôtre Dame pueden desatar teorías de la conspiración delirantes: los huracanes y la DANA serían armas meteorológicas masivas que una élite de dirigentes de instituciones internacionales como la ONU, la OCDE y el FMI (que en realidad deberían llamarse la Internacional Ecológica Progre), conchabados con científicos, emplearían para convencer de la realidad del cambio climático, los mails eran mensajes en clave (CP no sería cheese pizza, sino child pornography) que ocultaban una trama de políticos pederastas cuyo centro de operaciones era un pizzería de Washington, Comet Ping-Pong, y el incendio fue un atentado contra un templo de la cristiandad por islamistas radicales, un hito más en la agenda del Gran Reemplazo, el Genocidio Blanco o el Plan Kalergi, esas conspiranoias según las cuales los blancos estamos siendo exterminados -en sentido solo apenas metafórico o hiperbólico- por la inmigración y su natalidad desbocada, las políticas de promoción de la diversidad y el multiculturalismo. El supremacismo blanco sabe hacerse la víctima: niega el Holocausto judío pero se pone en su lugar.

Lo que nos faltaba por escuchar es que Hitler era un comunista enemigo de la libertad de expresión, al decir de la líder del partido ultraderechista Alternativa por Alemania. Así que esa es la mordaza que están padeciendo todos los libertarios que en el mundo son, como ella -en Alemania está penada la negación del Holocausto- y el pobre Musk, que enseguida se dio por aludido (es propietario de una red social con casi seiscientos millones de usuarios, doscientos de los cuales le siguen a él, una red que ha cancelado las políticas de moderación de contenidos y las advertencias sobre informaciones potencialmente falsas).

Negacionismos los ha habido siempre. Los de ahora son sin embargo resilientes, no saltan con el disolvente de las evidencias históricas o científicas, porque están relativizadas o desacreditadas. No nos inmunizamos contra ellos informándonos más, porque es el exceso de información de baja calidad lo que los hace más fuertes. La IA tampoco ayuda: garbage in, garbage out, que dicen los ingenieros informáticos. Tiempos sombríos estos en los que los nuevos oscurantismos se alimentan con el combustible del aplauso en la red y la cacareada “inteligencia colectiva” solo parece servir para extremar los prejuicios y no para pertrechar los juicios.